Hace algunos años formé parte de un equipo técnico, compuesto en su mayoría por técnicos en diversas disciplinas biológicas y sociales de la Universidad Simón Bolívar, cuya finalidad primaria fue proveer de referencias objetivas al Estado (representado por el Ministerio del Ambiente y PDVSA) para compensar la pérdida de «valor de uso», en este caso asimilable a las afectaciones generadas por la eventual alteración de la calidad de los hábitats de especies objetivo de la pesca que se ejerce (¿se ejercía?) en el área de influencia de las infraestructuras del proyecto «SUMINISTRO FALCÓN-ZULIA» (SUFAZ). Este proyecto contemplaba -cuando soñábamos y hacíamos en grande- la construcción de un poliducto de 215 km y 24” ∅, para la provisión de «productos blancos» (gasolina, diesel y kerosén), desde el Centro de Refinación Paraguaná (CRP) en Cardón, hasta la Costa Oriental del Lago y los Estados Andinos.
Escribo brevemente la memoria de esta circunstancia, porque, a diferencia de lo que ocurría en aquellos días, en los que los pescadores organizados se constituían en curtidos vigilantes de la preservación del «valor de uso» de sus caladeros habituales del Golfo de Venezuela y, en todo caso, en aguerridos demandantes de compensaciones e indemnizaciones por efecto de los eventuales impactos que el «SUFAZ» pudiera causar sobre la calidad de los servicios ecosistémicos de los ambientes marinos concernidos, hoy somos testigos impávidos de lo que la imagen de más arriba revela ostensiblemente: derrames continuados (la palabra que mejor correspondería es «permanentes») de hidrocarburos desde diversas instalaciones de procesamiento y distribución que, no hay cabida a la menor duda, ya han causado enormes pérdidas de aquel «valor de uso» y afectado gravemente áreas naturales que el mismo Estado, en épocas lúcidas (hoy cuesta escribir la mayúscula), consideró de alta relevancia ecológica (e.g. Parque Nacional Morrocoy) y patrimonio inestimable de los venezolanos y del planeta.
La otra imagen es reflejo, es más bien la sombra apocada de una industria petrolera que operaba con los más altos estándares de consideración ambiental y que ya desde 1981 estructuró el Plan Nacional de Contingencia para el Control y Combate de Derrames Masivos en Aguas, plan que alcanzó el rango de Decreto Presidencial en 1986. Es esa misma industria que hoy levanta la voz para repetir desgastadas promesas incumplidas de metas de producción… y, ¡ah!, para pregonar la venta de papas y aguacates en el atrio de su, alguna vez imponente, sede central.