jueves, 7 de julio de 2022

No hay sino que...

              



Energía-roams.es

Recuerdo muy bien el furor aprobatorio que detonó, en 2009, el anuncio de la prohibición absoluta de la pesca industrial de arrastre en aguas venezolanas, que hizo el entonces presidente en uno de sus interminables cuasiespectáculos televisivos… hasta cohetes y bombardas celebratorios volaron en algunos pueblos y ciudades. ¿Por qué tanto contento y exultación?, pues, porque, ¡por fin!, se había acabado con esa actividad destructora y «depredadora» (curioso empleo de este adjetivo: ¿los cazones, las picúas, los meros y pargos, no depredan ellos también?).  Lo cierto es que, para eliminar los impactos generados por la tracción de redes, cadenas y portalones sobre el fondo y sus comunidades naturales, se adoptó la medida obvia: la abolición de la actividad.

Esta es una solución del tipo, tomando prestado el término empleado por un connotado colega*, «no-hay-sino-que»: si la pesca de arrastre causa perjuicios, no hay sino que eliminarla para acabar con el problema… así no más, sin «ver para los lados». Porque, si hubiéramos visto para los lados, hubiéramos anticipado y considerado lo que finalmente ocurrió: a) Se disminuyó la oferta de productos del mar en el orden de las 20-30 mil toneladas anuales. b) Desaparecieron del mercado rubros pesqueros de bajo valor económico (accesibles para gran parte de la población), pero de alto valor nutricional. c) Se suprimieron 5 mil empleos directos (tripulaciones) y quizás más de 4 veces esa cifra en empleos indirectos (astilleros, talleres, frigoríficos, suministros, procesamiento, distribución). d) Se incitó colateralmente la pesca de arrastre, esta vez artesanal, sobre fondos costeros de alta sensibilidad y la sobrepesca de estos recursos, como vía de satisfacción de una demanda creciente. e) Se regresó a la pesca de arrastre original, pero de manera subrepticia y, por lo tanto, no controlada ni regulada. ¿Cuál ha sido el balance final de esta medida «no-hay-sino-que»? Creo que la respuesta es tan obvia, como «obvia» era la medida.

Esta lógica simplista y reduccionista aparece y reaparece en muchos casos y, a veces, hasta en escala global: para preservar la biodiversidad marina, grandes oenegés y movimientos ambientalistas dicen que no hay sino que eliminar totalmente la pesca (¿no habría entonces que ampliar la frontera agrícola para sustituir los alimentos que provienen del mar? ¿Y los fertilizantes y biocidas para esa nuevas tierras?... ¿y las decenas de millones de personas cuyo sustento económico es la pesca?). Para reducir la emisión de GEI, no hay sino que hacer parques eólicos en las enormes áreas marinas «libres» para producir electricidad limpia (¿y la aparición de comunidades incrustantes en el bosque de pilotes que significan estos parques?,  ¿y las eventuales alteraciones de regímenes de corrientes?, ¿y sobre el comportamiento migratorio de los peces?). Para eliminar el plástico de los océanos, no hay sino que ir a recogerlo (¿y la construcción y operación de la flota necesaria para recolectar los millones de toneladas de basura?, ¿y lo gases que genera la combustión de los motores de esos barcos? ¿y el destino y procesamiento de esos desechos?). Para aminorar el impacto de la pesca, no hay sino que incrementar la producción a través de la acuicultura (¿y los paisajes que deben desaparecer para instalar estanques, galpones y maquinarias?, ¿y el destino y consecuencias de millones de toneladas de materia orgánica de desecho, de antibióticos necesarios para lograr hiperdensidades de animales en esos estanques o jaulas?).

Hay muchos más ejemplos, algunos muy locos (como fertilizar el mar, para promover la fijación de carbono, según reseña también mi estimado colega), pero todos tienen una característica transversal: no hay solución simple ni totalmente inocua o ambientalmente «limpia». Para poder comer y vivir con las ventajas de la modernidad hemos alterado profundamente todos los sistemas naturales. A veces lo hemos hecho bien, y demasiadas veces lo hemos hecho y lo seguimos haciendo mal. El verdadero desafío, más que mirar hacia un eventual desarrollo sostenible, es asumir -como lo decía otro estimado colega, Pierre Petitgas del IFREMER, Francia, en una reciente conferencia- una transición ecológica y social en la que impactos y beneficios sean considerados desde el diseño mismo en aras de un balance que no comprometa el futuro de ningún ser humano.

Queda claro que, para encaminarnos eficientemente en esa transición, hace falta contar con políticos y gerentes comprometidos. Si no lo son, no hay sino que…

 *Prontamente estaremos anunciando la versión en español del inmancable libro de François Gerlotto: ¿Cataclismo o Transición? La Ecología entre la espada y la pared.   

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