«Pescamos peces que tenemos que tirar después
de querer comérnoslos, ¿por qué? Porque saben a diesel, hermano». Así se
expresó José Luzardo, representante de los pescadores de El Bajo, en el lago de
Maracaibo, en entrevista con Radio Fe y Alegría Noticias.
Denuncias y más denuncias se acumulan, clamando
por la solución de esta y otras tragedias ambientales que aquejan nuestra
geografía, intentando vencer el efecto de banalización por hastío, efecto que
se produce en la opinión pública cuando esta se torna emocionalmente indiferente
como reacción (¿defensiva?) ante la repetición y el avasallamiento de noticias infaustas.
Si acaso hay alguna respuesta estatal, es del calibre de aquella según la cual
la presencia de hidrocarburos en el mar es solo un efecto visual; o de aquella
otra que propugna que no hay contaminación, pues el petróleo no se mezcla con
el agua.
Estos argumentos gubernamentales comportan tal
grado de irracionalidad, de absurdo, que la réplica de los denunciantes y de
los afectados se hace prácticamente inútil, pues poco o nada se puede esperar
de alguien que profiere tal disparate.
La acción oficial, cuando la hay, es, entonces,
dispersar la atención con gestiones altamente polémicas, como la ampliación del
aeropuerto de Los Roques o la cobertura del glaciar del pico Humboldt con
mantos geotextiles, alegando tesis de desarrollo social o de combate contra el
cambio climático.
La estrategia parece, pues, funcionar: si nunca
hay respuestas efectivas, en algún momento tampoco habrá más preguntas. Como
complemento, incluso a veces hay buenas noticias, como la dada a conocer por el
ministro de Pesca y Acuicultura, a propósito del incremento de la producción de
camarones de cultivo en las costas del lago de Maracaibo… sí: ese mismo cuerpo
de agua sometido a la descarga constante de elementos tóxicos y eutroficantes.
Sabiendo que los ecosistemas no son espacios
estancos, y que más bien, son un continuum de límites difusos; que lo que hagamos
bien o mal en tierra tendrá ineluctables consecuencias en el mar y viceversa, confiemos
en que nunca nadie tenga que cuestionar, ahora también, el sabor de los
camarones cultivados en las riberas de nuestro maltratado lago.