Los medios digitales y otros han
abundado, por estos días, en noticias a propósito del avistamiento en aguas
marinas superficiales de Canarias de un pez que es propio de profundidades
abisales (por debajo de los 4.000 m). La rareza del avistamiento y la
particular apariencia del pez en cuestión -un pez diablo negro, prodigio
evolutivo de adaptación a estos hábitats de oscuridad absoluta, bajas
temperaturas y altísima presión- ha despertado el interés por estas franjas de
la columna de agua, sus fondos asociados y sus eventuales recursos vivos
susceptibles de conformar nuevas pesquerías.
De hecho, y en coincidencia con
este evento mediático, las redes locales del régimen, o cercanas a él, han
anunciado los hallazgos de un proyecto que persigue incorporar los eventuales
recursos de aguas profundas como objetivo de la pesca en nuestras aguas.
Hasta aquí, de acuerdo: los bajos
rendimientos de la pesca marítima en los últimos años, la fatiga de los
caladeros tradicionales, la disminución de la población de sardina, piedra
angular de los ecosistemas marinos costeros y más allá, hacen necesaria la
continuidad de aquellas investigaciones del pasado, como la iniciada por el
Buque Oceanográfico noruego Fridtjof Nansen en 1988, o la del Profesor Fernando
Cervigón y su equipo, a principios de los 2000.
Ambas investigaciones solo dieron
resultados puntuales y muy parciales, pues, por razones harto conocidas, las
pescas experimentales y el levantamiento de series de tiempo de ineludible
sistematicidad y de amplia cobertura espacial nunca se logró, ni siquiera para
los recursos objeto de las pesquerías tradicionales (la de la sardina, por ejemplo,
cuyas evaluaciones regulares se interrumpieron hace ya casi 20 años). La
consecuencia de lo anterior no ha sido otra, pues, que el uso minero de los
recursos de la biodiversidad… dale hasta que se acabe, y luego veremos…
Negando estas iniciativas del pasado,
con ese «adanismo» que signa las actuaciones de los protagonistas de hoy, se hace
un gran despliegue mediático de algunos muestreos con pesca a 600 m de
profundidad en la costa central de Venezuela, que, objetivamente, son útiles
para estudiar y describir la composición faunística en esos espacios, pero que
está muy lejos de aquellos proyectos anteriores, mencionados más arriba, que estaban
diseñados para el estudio de la biodiversidad y la evaluación de potenciales de
uso de esos eventuales nuevos recursos de profundidad.
Pero lo más grave, y triste al
mismo tiempo, es como va tomando cuerpo aquella imagen metafórica del sapo
sumergido en un agua gradualmente más caliente.
Una cosa es la resiliencia y la
capacidad de adaptación, y otra muy diferente, diametralmente opuesta, diría
yo, es la entrega, el conformismo y la resignación.
«Lo estamos haciendo sin buque
oceanográfico, sin aparato sofisticados (…) Lo estamos haciendo con nuestros
pescadores (…), héroes de esta hazaña…» (contrapunto.com). Así declara a la prensa nuestro
estimado colega, sin considerar (¿o sí lo hace?) que la carencia y la penuria nunca
serán una virtud; que la sofisticación tecnológica no es un capricho, sino un
producto de la modernidad que incrementa la calidad de las investigaciones y posibilita
su calibración con experiencias similares en otros mares del planeta. Por
último, y en lo que sí le concedo razón es que es una verdadera hazaña levar a brazo
partido palangres y nasas calados a 600 m desde un precario botecito navegando
en alta mar… Eso sí es una hazaña y un riesgo, pero innecesarios cuando se sabe
que las ciencias marinas de hoy disponen de logística y tecnología «sofisticadas»,
seguras y de mayor eficiencia.
Mientras tanto, la verdadera hazaña, la que sí vale la pena que logremos cumplir como sociedad, es evitar acostumbrarnos a la mediocridad y al «peor es nada»...